Gracias a ti
Caía el sol tan pesado en la
espalda y la cabeza de Joaquín, que lo mejor que se podía hacer era refugiarse
en las sombras frescas de los árboles o edificios, ya no valía la pena quedarse
a ver cómo se mojaban las escuinclas con los enormes chorros de agua fría. Ni
su cuerpo excitado se sentía como el calor de fuera, ni el calor de fuera
seducía tanto como los pechos humedecidos y tibios. –Quizá bajo el monumento a
la revolución esté mejor, se dijo, -pero ahí hay manifestantes, y frunció el
ceño de tal manera que más bien parecía que el sol se lo estaba deformando. Le
empezó a doler la cabeza, así que decidió ir por unas aspirinas al seven de la
esquina. Compró sus pastillas, un refresco y salió rumbo a la calle de Vallarta.
El calor en verdad era insoportable. ¿Por qué salí a caminar?, se reprochó en
tanto se sentaba frente a la estatua del presidente de la Comisión Mexicana de
Trabajadores. ¿Para qué salí?, se volvió a preguntar. Porque no tienes nada que
hacer; hoy uno sale por nada y para nada, dijo al fin. Divertirse, trabajar o
estudiar ya vienen a ser la misma cosa: inversión de tiempo, habilidades,
emociones. No –se detuvo riendo- el derroche es más atractivo, el chiste es vivir
por vivir y que todo se acabe. Suspiró aliviado.
Y de buena manera se habría quedado
ahí encorvado mirando sus zapatos ir y venir contra la banqueta, si no hubiera
sido porque el dolor se calló como si se hubiera dormido. Además una de las
muchachas que se refrescaban en las fuentes le sonrió al pasar, y esto fue todo
lo que necesitó para seguirla de lejos hasta que ella se detuvo. Ella lo
esperaba, lo miró, se sacó la camiseta frente a él para exprimirla, y dejó que
a Joaquín se le humedeciera el alma con la vista de su piel blanca, su brasier
azul repleto de lunas llenas y sus ojos a medio amanecer. Él sentía como si la
línea de agua que se estrellaba contra el piso le perforara los oídos. Ella
arqueó la ceja del ojo derecho, lo miró otra vez y se dijo: –Flaquísimo,
altísimo, inocentísimo, -y sonrió maliciosamente.
-Oye, -¿Sí? -¿Cómo te llamas? –Joaquín
–¿Y vives por aquí? –Sí, por ahí. -¿Y tú? -¿Qué cosa? -¿Cómo te llamas?
–Adivina – ¿Fernanda? –No. –¿Dulce? –Tampoco. –No, pues no sé. Me doy. –Me
llamo Yaz, y sonrió. –¿Jazmín? –Sí –¿Y-y-y-y
vienes muy seguido? –A veces. Cuando no tengo nada que hacer. –¿Trabajas? –No. –¿Estudias?
–Menos. No pasé los exámenes para la UNAM. Así que como quién dice, no tengo
nada que hacer. –Entonces vienes diario. –Sonrieron los dos. –Tampoco. Me gusta
andar por aquí, por allá. En todas partes me acomodo, menos en la contemplación.
No que no sea pacífica, pero no me gusta estar de aburrida en mi casa, pensando
y así. No me gusta no hacer nada. –¿Y ahorita a dónde vas? – Yaz subió desenfadadamente
ambas cejas al mismo tiempo que subió los hombros como diciendo “no sé a
dónde”, “no me importa”. -¿Tú? –No sé.
Y así, sin acordarlo, siguieron
caminando. Ella de vez en cuando lo miraba y le sonreía provocativamente. Él se
estremecía, pero no por mucho tiempo, porque, según él, ya sabía a qué quería
jugar Jazmín, así que también le sonreía inocentemente. Que se confié –se
decía.
El calor ya está bajando, ¿verdad?,
dijo Joaquín. –Sí, respondió ella arrastrando con sus risueños ojos los labios
de Joaquín hasta sus labios, ya está bajando. También arrastró las palabras. –¡Mira!,
dijo ella, ya se secó mi ropa. Para demostrárselo, tomó la mano flaca y grande
del inocente, y la arrojó como al conejo a mitad de su pecho. También el
pantalón, y dejó que le tocara las nalgas. Entonces él la abrazó, y ella no se
resistió. La besó tan rápida y ligeramente que parecía no tocarla. La vida se
consumía por la vida. Sus sexos se tocaron. Sus respiraciones agitadas
revolvíanse cual cenizas. “Como dos estudiantes en celo”, escuchó a lo lejos
Joaquín. Cuando por fin terminó, ella le besó la mejilla, mientras al oído le
decía –Gracias. –¿De qué?, dijo él sorprendido y aún excitado. –Por nada,
sonreía ella irónica. Risa tan hiriente que quebró los ojos de Joaquín.
-Por nada y el derroche, ‘para
hacerlo más atractivo’ ¿Recuerdas?, más risas.
Joaquín se puso tan pálido y triste
que sintió como si un frío sepulcral le aguijoneara todo el cuerpo. Frunció el
ceño y… al fin despertó. Comenzaba a llover. ¡No pasó nada!, se dijo
melancólico. Ensimismado caminó hacia el metro mientras la gente corría
escapando de la lluvia. Él era el único que disfrutaba de la lluvia.
–Al fin el insoportable sopor de la
ciudad comienza a evaporarse, se dijo mientras respiraba aliviado el aroma a
tierra húmeda, que aún en la ciudad es refrescante, al menos de principio,
porque después todo se vuelve hastío, exceso, derroche. Al llegar al metro,
escuchó que alguien gritó “¡Yaz!, no te vayas sola, déjame acompañarte.” La
carita angelical de la muchacha se sonrojó, pero sonriendo agradecida dijo,
“Gracias”.
Joaquín susurró desde los
torniquetes: –No. Gracias a ti.
Javel